“Como el
último se olvidó de desconectar las máquinas,
desde
entonces seguimos funcionando.”
Marco
Denevi
Nadie
lo pensó al principio, pero las oleadas de asesinatos de niños apuntaban a algo
siniestro más allá del mismo acto. Casos y más casos de maltrato y negligencia
resultaban en terribles masacres de niños y niñas. Ahorcados, ahogados,
fusilados, envenenados, por sus propios padres en la gran mayoría de los casos.
Pasaron los años y se decimó la generación de niños para espanto de los
ancianos. Maestros, trabajadores sociales, pediatras y hasta las tiendas de
juguetes tuvieron que declararse en quiebra. Luego, los ancianos empezaron a
suicidarse: choques desastrosos sin uso del cinturón, sobredosis de
medicamentos, ahorcamientos, y los más sensacionalistas cruzaban la calle para
ser atropellados o se arrojaban de puentes en medio de avenidas concurridas. El
gobierno tenía que hacer algo, sino sería el primer país del mundo con la tasa
de mortandad más absurda.
Todos
los mandatarios se sentaron en sus butacas italianas en piel, algunos
acompañados de sus mascotas, asistentes o incluso, de sus amantes que asumían
roles de secretarias o guardaespaldas. Entre infanticidios y suicidios, el país
quedó declarado en estado de emergencia. Ningún ciudadano tenía permiso para
abandonar el país y no habría entrada de extranjeros a menos de que se tratase
de agentes de la ONU o representantes médicos solicitados por el propio
gobierno. Hasta instauraron un programa de incentivos a los residentes y un perdón
fiscal de deudas, pero las madres seguían empeñadas en asesinar a sus niños.
Hubo casos de confabulación entre padres y abuelos. Un estado de alarma, estado
de sitio y toque de queda fue la orden inmediata antes de que el presidente se
suicidara al arrojarse al vacío desde la oficina de su esposa, a quien había
encontrado muerta minutos antes. En ese mismo momento el Asilo de Ancianos
Nacional fue baleado por uno de sus enfermeros, quien luego se ahorcó
utilizando la sábana de uno de los pacientes. El gobierno tenía que hacer algo.
A
la que una mujer concebía un hijo, se lo arrebataban. El país necesitaba gente
que lo pueble, gente que produzca, consuma, que permita el curso natural de la
sociedad; de allí que los niños y los recién nacidos se custodiaran
cuidadosamente.
Todos
los miembros del gobierno comenzaron a medicarse con una suerte de
metanfetaminas, antidepresivos y diuréticos para evitar otra tragedia similar a
la del presidente. El gobierno tenía que mostrar salubridad y estabilidad para
evitar posibles intervenciones extranjeras; la comunicación con el exterior
también se restringió.
Cada
niño fue extraído de sus hogares, cada niño recién nacido era transportado a
unos condominios monitoreados y asistidos por asociados del gobierno, aun la
propia hija del presidente. El edificio, custodiado con mayor diligencia que el
sistema penal, cayó por las propias manos de quienes lo velaban. Peor que una
carnicería, dicen algunos conserjes que lo único que se escuchó una tarde
fueron alaridos y llantos, tantos y tan intensos que de inmediato llamaron a la
policía y allí el ejército abaleó a gran parte de los empleados para salvar a
los 144 niños y niñas que sobrevivieron la masacre. El gobierno ya no sabía qué
hacer.
Después
de largas sesiones con diferentes diplomáticos y representantes de los estados
y países extranjeros, una delegación de ciborgs hizo aparición en los Asilos
Nacionales, Orfanatos de Distrito y Hospitales. Ante tal barbarie tétrica, solo
unos entes desligados a lo corpóreo y emocional del ser humano podían
solucionar esta crisis macabra y apocalíptica.
Así,
los orfanatos fueron rediseñados, utilizaron unos amplios edificios de veintena
de pisos y destinaron el último para los recién nacidos. Allí una dula y
enferma ciborg asistían a la lechera, una máquina hermosamente confeccionada
que hacía el simulacro de una reina de belleza a no ser por el espanto de ser un
torso tendido sobre cables que servían para mantener a los infantes lactados.
Lo último en la tecnología, esos prototipos mecánicos podían realizar exámenes
de sangre, orina y excreta al mismo tiempo que el bebé lactaba. Las asistentes
bañaban y atendían las demás necesidades fisiológicas de los recién nacidos,
quienes permanecían la mayor parte del tiempo en una cunita que simulaba una
nube de confort, que emanaba feromonas humanas y que emitía los sonidos de los
latidos y actividad digestiva, que los infantes a nivel fetal estaban
acostumbrados a escuchar.
De
ese modo, según los niños crecían, iban siendo trasladados a los pisos
inferiores que cada vez aparentaban más y más la realidad humana: parques,
escuela; las y los ciborgs eran físicamente tan reales y tan humanos como la
Junta de Gobierno, que miraba vía satélite la nueva población de humanos que teóricamente
resolvería el problema de la extinción de la población del país.
No
obstante, el carácter espontáneo y curioso, natural del ser humano, fue
subestimado y numerosos niños fueron asesinados al intentar escapar del
Orfanato. Solo aquellos que fueron creciendo desde la lechera mantenían un
nivel de conformidad saludable y vital para el triunfo del proyecto de
repoblación. Criados por ciborgs, aquellos niños eran disciplinados,
intelectuales y atléticos; correctos, comedidos y tranquilos; saludables,
considerados, en fin, buenas personas.
Con
lo que no contaba el gobierno era con los grupos disidentes que se escondieron
en cuevas para criar y procrearse del modo antiguo. En grutas, troncos de
árboles y bajo la tierra, iban escribiendo la historia de los ancestros,
reclamando el derecho a vivir. Ya para la décima generación, el gobierno envió
al ejército para terminar a los disidentes y así fue, salvo uno de los grupos: el
nómada.
Los
Nómadas, por su condición clandestina y errante, no estaban al tanto de ser el
único grupo que mantenía las costumbres ancestrales. Pero bien sabían que la
orden era clara: todo civil que no mostrase los tatuajes del país o que llevara
a un menor, debía ser matado en el acto. De este modo, la Junta Gubernamental
se aseguraba de que los padres siguieran llevando voluntariamente a sus hijos
al cuidado del Estado. No te alejes, no hagas ruido, no seas visto, no dejes
rastro: normas esenciales, quien las quebrantaba era asesinado por el mismo
grupo de Nómadas. Todos seguían el protocolo, salvo los adolescentes más
aventureros, como Suix.
Asimismo,
los adolescentes que estaban recluidos en los pisos inferiores de los Orfanatos
de Distrito, dentro de su orden y consideración por el otro, y además, por el
deseo innato de sobrevivir, se mantenían día y noche en el piso que les
correspondía y no tenían mayor diversión que ejercitarse o cocinar. Todo hasta que un buen día LZ34
decidió escapar.
El
ingenio y deseo de libertad en el ser humano es algo muy complejo para una
máquina, por más humana que parezca. Igualmente, el sistema de seguridad del
Orfanato fue la mejor medida que desarrolló el gobierno. Verjas electrificadas,
perros mecánicos con sensores infrarrojos, cristales inquebrantables y todo
tipo de sistema de alarma, prevenía el escape y amenazaba con la muerte a todo
el que quisiese escapar. De modo muy subconsciente todos los niños lo sabían,
pero aun así LZ34 quiso abonar a ese deseo de ver qué había tras los altos
muros y por suerte, inteligencia y gracia, lo logró. Tras arrastrarse, enfriar
su cuerpo con mantas y camuflarse como un ciborg mensajero, logró salir de
aquel alto edificio que le sirvió de cárcel toda su vida.
Después
de correr, y huir, y huir, y huir. Suix oyó un ruido entre los matorrales que
lo aterró: LZ34. Ambos se miraron aliviados y emocionados. De qué grupo eres,
también te escapaste, donde están los demás. LZ34 muy derecho y serio abrió sus
ojos exageradamente y no contestó nada. No te asustes, estamos bien… a salvo.
Mirando de reojo, LZ34 se dejó llevar por Suix, y fue escuchando detenidamente
la cronología y problemas de los disidentes; en algún momento los consideró
traidores de la patria, pero ya no.
Se
sentaron agotados, Suix sonreía sin parar ante los comentarios simples y
robotizados de LZ34, lo consideró un ilegal de la isla vecina. LZ34 brincaba de
susto ante las carcajadas, se alejaba del tacto de Suix, pero ambos miraron el
atardecer suponiendo que cada cual regresaría a su grupo al día siguiente.
Mientras Suix dormía, LZ34 practicaba sonreír.
“Apocalipsis”. Contratiempo. 115
(junio 2014): 22.
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