
A:
Lucía Viñamata
“¡A
mí me gustan las yumas!”, le gritó un negro robusto descamisado. Ella fija su
mirada en el vientre atlético, el minúsculo ombligo, en la cintura tersa y
correcta. Como por tenderle un reto saca su cámara, enfoca solo el torso y ya:
una foto. Rápido se acomoda la falda, aprieta la cartera y apura el paso. Otro
en una bicitixi la sigue, “Where you from?”, despepitan los bembotes golosos en
un inglés habanero masticado. “¡En español, hombre!”, le riposta el femenino
acento vasco.
Martha
visita Cuba por primera vez, se escapa del callejoncito que usó para atrechar a
El Capitolio. Yuma: toda una extranjera, una guiri en medio de una isla de
negros, mulatos y blancos que empequeñecen en chiquitico. Recuerda las palabras
de Mirta en la guagua Astro: “Aquí los hombres son unos groseros, mi vida.”
Mirta -quien participaba más de una vez en el Comité de Defensa de la
Revolución, quien cambiaba lo que le daban de dieta especial en la libreta por
habanos que vendía a los turistas- le inquiría su rigidez. “Acá en Cuba somos
más alegres, más fiesteros, más amorosos; ¿tú me entiendes?”, exhalaba el humo
de sus Popular, aquellos cigarrillos sin filtro que mareaban a Martha, la
reprimida, la yuma con vestigios de catolicismo.
Le
pareció simpática la entonación de Mirta cuando evocaba los nombres sagrados:
Obatalá, Changó, Yemayá y Ochún. Le pareció comiquísimo que Mirta respondiera
los piropos de los hombres con besos y remeneos de caderas. ¡Hasta le guiñaba
el ojo a quienes no le decían piropo alguno!
Se detiene al toparse con la espalda de El Capitolio de
La Habana. Aquella obra de arte arquitectónica sin comparación superaba al de
Washington. Una pareja que se besaba con pasión le llamó la atención y recordó
a Mirta. Quiere tomarles una foto, pero el pudor se lo impide. “Aquí los
hombres son unos groseros,” repasa. Saca la cámara, se envalenta y toma la foto
lo más rápido que puede para no ser descubierta. “¡Se ven tan monos!” Le da la
vuelta a El Capitolio.

Ensimismado. Camina, pero da la impresión de que no va a ningún
lado. Da traspiés y mira hacia atrás. “Parece que espera a alguien.” Se topa
con un taxista al que saluda y señala hacia atrás. “Debe ser habanero.”
“Un chavito, seño,” le interrumpe le fotógrafo mostrando
sus dientes dorados. “Ah, sí, sí,” le dice al momento que busca en su cartera
el peso convertible, tratando de no perder de vista al habanero que se despide
del taxista con un abrazo. “¿Y de dónde es usted?”, insiste mientras echa la
moneda al bolsillo del pantalón roído. “De España, adiós.”
Martha saca su cámara digital y lo persigue cambiando el
lente, usa un objetivo para tomar fotos desde lejos. El habanero doble a la
izquierda y camina. Está vagando, parece perdido. Una foto, dos fotos. Se
detiene. Martha disimula fotografiando un cocotaxi. Continúa persiguiéndole, el
objetivo acierta el rostro y enfoca mejor. Tres fotos, la sorprende. “¡Qué
pena!” El habanero se ríe a sus anchas, le arroja besos. Se dirige hacia ella
que trata de escapar dando media vuelta. “¡Oye! ¡Espera! Ya que soy una atracción
turística, déjame ver las fotos.” Martha no dice nada, enciende su cámara y
muestra la foto. “A ver las otras,” dice coqueto y le toca la mano como para
asistirle en sostener la camarota. Ve todas sus fotos y con ojos muy abiertos
exclama: “¡No me digas que las 33 fotos son mías!” “No, no, mira que las otras
son de otras personas, tú.” “¿Y de dónde eres?” “Española.” “Claro.” Todavía le
parece surreal a Martha, se da un golpecito para corroborar que no sueña. Él la
estudia y con atención mira su cartera, el estuche de su cámara, sus ojos....
Él no es habanero, sino un puertorriqueño, un refugiado político, subversivo
contra el coloniaje de la Isla Hermana, “de un pájaro las dos alas”.
Se dirigen a una barrita sonde toman cerveza en moneda
nacional. Efraín le cuenta que lleva diez años en La Habana, que no puede pisar
territorio norteamericano, pero que visita Santo Domingo, Colombia y México
para ver a su familia y amigos. Le trata de hablar sobre una historia
subterránea que no aparece en los libros. “Ni en los libros de cuentos. Como si
nunca pasara. Como dijo Benedetti –nos dan clases de amnesia, no somos
olvidadizos, sino olvidadores-.”

De Cristal pasaron a tomar Bucaneros y cuando se
percatan, es de noche y toman Habana Club con Tukola. Martha no cesa de
acomodarse el pelo, de lamer sus labios y acariciar su pecho por puro reflejo.
Efraín no deja de mirarle las piernas ya cansadas de tanto estar de pie, le
ligaba las tetas y calculaba el tamaño de los pezones a través de la blusa.
¡Una quinta foto! Ésta la toma él, jugando a Romeo, le dice guapa, sexy y
cachonda. Martha se lo disfruta sin vergüenza, hasta recuerda a Mirta y piensa
que cambiaría de impresión si le viera ahora.
“Ven, vamos a mi casa que está aquí al ladito para que
descanses un poco.” Ella titubea. Lleva todo el día caminando La Habana Vieja,
había sudado un océano, su capa tiene una pequeña capa de mugres citadinas y
siente pudor, siente miedo. “Mira chica, que yo no como gente. Además, el dentista
me lo tiene prohibido, me dan caries.” Risas, nerviosismo, que si debo apestar,
que si ni le conozco, que si de seguro querrá follar y si me niego sería una
estupidez. “¿Qué te pasa, mujer? No es para tanto.” La lleva al Paseo El Prado
y se sientan en un banco a reírse de su tontera. Ella se disculpa inventando
“mil jilipolleces”. Él la interrumpe: “Pues; ¿vienes o no?” ¡Díos mío, qué
susto! Pero se levantó y dice: “¡Vamos!”
Caminan dos cuadras y él saca un llavero gigantesco en
piel con un dibujo taíno de su bolsillo. Le explica el valor sentimental del
llavero, que su hermana, Wilmar, le había regalado. Efraín es experto perdiendo
sus llaves, con un llavero más grande minimiza las posibilidades del extravío.
“Es en el tercer piso. ¡Deja que veas la vista!” Una vez entraron al
apartamento él le arremete con besos apasionados. Ella no puede contener la
risa, los nervios, la emoción. Él cambia la estrategia, le ofrece café y
siguieron conversando de la paga en moneda nacional, la compra de víveres en divisa
y las inclemencias del bloqueo. Sexta foto a través del balconcito, séptima
foto a su cocina. Octava foto: él le toma un close-up a los labios en picada.
Fin del café, nuevos besos.
Martha se siente más confiada, más alerta, menos
borracha. Uno, dos, tres botones y listo: fuera la blusa y seguido el sostén.
Ella casi le arranca la camisa. Él le hala de los pelos y la besa tierno. Entre
mordiscos, besos y caricias, Martha olvida que trae a La Habana en su piel. Él
la saborea sin reparos, ella lo degusta sin tapujos.
“¡Qué rica, mami! ¡Cómo me gustas! ¡Qué chula!” A ella le
da gracia su elocuencia. “Para hablar mierda, mejor no digo nada,” le confesó
su amiga Ana y desde allí sigue el consejo. “Estás bien buena, no sabes lo rica
que estás.” A punto de reír lo besa, lo muerde, lo chupa. “¡Qué grosera!” Y
ella... se detiene. “No, no, pero me gusta.” Entonces dudosa continúa, decide
cerrar los ojos para aprovechar las palabras. Las escucha y se mueve al ritmo
de ellas, lo monta y lo disfruta. La ceguera que le produce no reconocer las
frases, no ver familiaridad en el discurso erótico hizo que cerrara sus ojos
con mayor fuerza para sumergirse en una oscuridad más profunda. Así las
palabras se convertían en caricias caprichosas a su mente inquisidora. Así todo
negro, todo a ciegas siente que lo amaría toda la vida, al menos en ese
segundo. Las palabras de Efraín, tan llenas de gusto y placer las ve tan ajenas
que no las siente como halagos. Y eso... la seducía. ¡Una forma de amar, de
expresarse tan extraños! Gime con la soltura de la intimidad y Efraín que si
rica, que si sexy, que si chula, que si muñeca, que si bella, que si linda, que
si ¡grosera! Ella sonrío sin saber a qué se refería, pero con la intriga de la
distancia que produce la improcedencia de los cuerpos... los contextos ajenos.
Desde
ese día Martha se prometió solo amar extranjeros, extraños que naveguen por su
cuerpo como turistas de tiempo, como viajeros, fotos fuera de foco, códigos
distintos, aventureros de la Amazonía de su cuerpo.... Que entre el estar, el
tocar, el oler y el decir, se convierta en sí en un laberinto de posibles
interpretaciones, de posibles pérdidas y encuentros. Que más allá de lo
lingüístico, de lo regional, el tacto y el instinto recobren su rol en el acto
amoroso y sea así mismo un espacio, un umbral, un preámbulo….
“Un
monumental parque de diversiones,” pronuncia Martha y deja a Efraín en un
silencio tratando de descifrar la frase.
Camaguey, Holguín, CUBA
19 de junio de 2005
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