Supo que sería su amante al momento
que él la llamó por su apodo. Le envió un mensaje a su correo electrónico.
Escribió su nombre coronado entre comas: “Vamos a discutirlo en un café, Lita, ¿qué
te parece?” Diego, era su galerista, un hombre entrado en años. A Laura o Lita, como le llaman sus amigos y posibles amantes, lo que
le gustaba de él era su cabello completamente canoso, una pequeña melena a los
hombros que le resaltaba el bronceado como cliché tropical.
Llegó al café tarde, como acostumbra
porque detesta esperar. Lo vio de espaldas y se detuvo a admirar su melena. Lo
único que quería era una excusa para que fueran a su apartamento donde sabía
que podría finalmente sentirlo, olerlo y besarlo mientras se juntaran en el
sofá o tirados en la alfombra del comedor.
Lo imaginaba grande y vigoroso, de piel avejentada y pecas, muchas pecas
como estrellitas que anunciaban sus vueltas al sol, sus cometas y eclipses. Lo
suponía usando algún medicamento por su edad, le apetecía oloroso a pacholí y
de pies descalzos. Lo deseaba penetrándola por detrás, halándole el pelo… El
saludo del mesero la interrumpió e hizo que él se volteara, ambos sonrieron
nerviosos. Lita abrazó al mesero y rápidamente fue a la mesa.
Tras un café y acuerdos sobre fechas
de aperturas de exposición y negociaciones sobre los contratos. Él la invitó a
su apartamento. Ambos sabían que lo de mostrarle las pruebas del catálogo era
una excusa considerada, pero un pretexto al fin. Se despidieron del mesero con
cierta complicidad. Lita no podía parar de arreglarse el pelo por puro reflejo
y cuando trataron de salir del café ella aprovechó para disimuladamente olerle el
abundante pelo canoso. Diego la miró de reojo y sonrió, le pareció tierno y
extraño su gesto, pero muy sexy.
Afortunadamente su apartamento
estaba tan cerca que caminaron riéndose y hablando boberías que mataran la
anticipación. Una vez subieron a su estudio y cerraron la puerta comenzaron a
besarse y desvestirse desesperados. Ella le quitó su camiseta hipster con esa torpeza
aniñada que a él le enloquecía; más que su increíble capacidad para jugar con
la perspectiva y proponer piezas perturbadoras, lo que a Diego le gustaba de
Laura era su capacidad de mantenerse niña, joven, inocente.
La sospechaba en su temprana juventud junkie y triste, aún más bella,
pero complicada por la cocaína y el éxtasis, se imaginaba haciéndole el amor
mientras ella alucinaba, se le antojaba pensarla diciéndole incoherencias
mientras él la penetraba con fuerza. Cuánto hubiese dado por conocerla hace
diez años, la hubiese llevado consigo a sus largos viajes por Asia. Ella
hubiese sido la acompañante y amante perfecta para esos meses de vida de
viajero. Pero ahora ella estaba allí en su apartamento y él le estaba quitando
sus pantalones y pantis al mismo tiempo y ella tiraba sus tacones con una
patada a la cocina. Y así desnuda, la comenzó a ver.
Ella no pudo contenerse y comenzó a acariciarle el pelo con rudeza, le
halaba mechones al tiempo que lo masturbaba y besaba. A él todo le resultaba
muy de prisa, pero no pudo contenerse y en plena mesita de su comedor le hizo
el amor. Amor, sexo, juego, estaban desahogando una carencia y unas ansias de
tenerse que habían sido reprimidas por tanto tiempo, demasiado tiempo. Ya
bastaba de prudencias, era imposible detener eso que habían puesto en marcha
hace meses, esas enormes ganas de toquetearse y chuparse, de sentirse y amarse.
En la mesita ella lo montó y con la mano le tapaba todo el rostro, le mordía
el pelo, le arañaba el pecho. Él la sujetaba a la cintura tratándola de
dirigirle el ritmo, de asistirle en las embestidas que daba mientras cerraba
sus ojos y de pronto le sorprendía que ella le arrancara pelo. No pudo más y se
quejó, ella lo calló con un beso jugoso que bajó hasta su abdomen y de allí le
hizo sexo oral.
Esa tarde se convirtió en una noche larga de vino, sexo y sushi. En la
mañana Laura ya no estaba, él no la sintió irse. Cuando vio que ella no estaba se
acarició el pelo y recordó la extraña forma en la que ella le hacía el amor, no
pudo más que reírse. Ella no le contestó el teléfono, y el día de la apertura
de su exposición, no fue. Lo único que supo fue que otro galerista comisionó su
segundo proyecto.
Mucho tiempo después Diego fue a la exhibición de Laura con la esperanza
de volver a verla. Igualmente ella no fue a la apertura y una de las piezas que
recibía a los visitantes en la exposición era un cofre con mechones de canas.
Demasiados como para ser únicamente suyos.
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