En
la borda del barco de vapor vemos a un hombre de mirada triste que se aleja del
puerto de San Juan de Puerto Rico. Es delgado, de barbas abundantes, su vestimenta le da un porte
ilustre, y está respirando melancólico. ¿Sabes quién es? Su nombre es Eugenio
María de Hostos, el Ciudadano Eminente de las Américas y el Maestro de
Maestros. ¿Pero por qué vemos su mirada perdida en las olas del mar antillano?
Empecemos desde el principio:
En
el Barrio Río Cañas de Mayagüez llovía torrencialmente, había una tormenta. Los
sonidos de los rayos opacaban a una mujer pariendo: esa noche del 11 de enero
de 1839 nació Eugenio, llamado así por su papá. Aseguraban que él estaba
destinado para cosas grandes porque a pesar de sufrir muchas enfermedades, “se
salvaba de milagro como si fuese importante que él viviera y creciera,”
comentaba orgullosa su madre, Hilaria.
Desde
Río Cañas Eugenio podía oír el mar, el oleaje lo arrullaba. Mayagüez en 1839 era
un pueblito lleno de palmas y cañaverales. Las pocas edificaciones que lo
componían se agrupaban en el centro del pueblo y por eso en Río Cañas, día y
noche, Eugenio se divertía oyendo el mar. Así aprendió a amar el mar bravío, de
olas grandes y poderosas; esas olas eran las que mejor se escuchaban desde su
casa. Por eso aun de adulto, Eugenio miraba las olas y se concentraba para
escuchar el mar desde su barco de vapor que lo conducía a la República
Dominicana.
Los
padres de Eugenio no escatimaron y lo enviaron a estudiar a España. Allí hizo
su Bachillerato y estudió Derecho. También allí escribió su primera novela en
1863, La peregrinación de Bayoán. Buscaba
llamar la atención sobre el caso de Puerto Rico y Cuba, quienes seguían siendo
colonias de España. Además, luchó por abolir la esclavitud, una de las mayores
tristezas en nuestra historia. Decepcionado porque España no quiso darles
derechos políticos a Cuba y Puerto Rico, Eugenio comenzó una larga
peregrinación, como el Bayoán de su novela. Fueron momentos muy duros porque Eugenio
no tenía suficiente dinero y sufrió hambre, pero estaba convencido en lograr que
Cuba, Puerto Rico y la República Dominicana funcionaran como un solo país (así mismo
pensaban otros próceres que conocerás: José Martí y Ramón Emeterio Betances).
Nueva
York era una ciudad en crecimiento, la gente caminaba por sus calles y hablaban
de libertad y democracia. Eugenio trabajó como reportero y fue testigo de
eventos muy importantes como la redacción de la Constitución de Estados Unidos.
Ver esto le llevó de nuevo a pensar en las Antillas. Para Eugenio (a quien
llamaremos Hostos porque ya tiene alrededor de 30 años) Las Antillas servirían
de antesala a la democracia y libertad de toda Hispanoamérica. Así abogó por reformas
para Cuba y Puerto Rico. “Lo que buscamos es unirnos a esta gran nación norteamericana,”
le argumentaban algunos compañeros. “¡Cómo es posible! ¡Liberarnos de una
nación para unirnos a otra!” reprochaba decepcionado.
En
su deseo por lograr la libertad antillana, Hostos peregrinó por Suramérica. No
fueron viajes de placer, sino modos genuinos de conocer la realidad. Sin
Internet, aviones ni televisión, el único modo de saber qué pasaba en los demás
países era visitándolos, navegando en barcos de vapor a veces por meses en alta
mar, a veces topándose con huracanes furiosos que hacían que el barco rugiera y
sus tripulantes rezaran asustados. Hostos veía el mar crecerse y se tambaleaba
por el azote de las olas. El sonido del fuerte oleaje acompañaba a Hostos en
sus viajes...
Perú fue uno de
los países suramericanos que le impresionó. La hermosura de su paisaje y de los
cholos, mestizos indígenas y blancos, le recordaron a los jíbaros
puertorriqueños y al verdor de sus campos. Vio a los cholos como la futura raza
del Perú y encontró en sus cánticos un arrullo similar al del mar. Allá fundó
una sociedad intelectual, Los Amantes del Saber y escribió en el periódico, La Patria, y de esas experiencias
suramericanas escribió un libro hermoso titulado, Mi viaje al Sur.
Vivió
también en República Dominicana y Chile donde enseñó nuevos modos de dar clase
y de ver la educación. En esos tiempos las mujeres no recibían la misma
educación de los hombres y Hostos en sus ensayos y escritos decía que la mujer tenía
derecho a ser educada. Pensamiento muy extraño en ese tiempo, “las mujeres son
frágiles y deben dedicarse a los hijos,” decían unos, pero Hostos decía que se
les debía dar a las mujeres toda la educación para que hubiese libertad real en
los países.
Sin embargo, la
Guerra Hispanoamericana lo llevó de vuelta a Puerto Rico en 1898. Trabajó en
conjunto con Manuel Zeno Gandía (un escritor reconocido) para asegurarse de que
se atendieran las necesidades de Puerto Rico y con la preocupación de que la
Isla lograra libertad política. Ante la idea de que obtendrían mayores y
mejores libertades con Estados Unidos, los puertorriqueños no le hicieron caso
a Hostos y permitieron ser colonia de Estados Unidos. De allí que lo veamos de
nuevo en el barco de vapor mirando las olas espumosas, pero esta vez
entristecido porque se marcharía de la Isla para no volver jamás.
La República
Dominicana alojó a Hostos donde continuó sus labores como maestro y rector. Tristemente
moriría 4 años después. Quienes le acompañaron mientras convalecía dicen que
ese día, el 8 de noviembre de 1903, el mar estaba engrandecido, furioso; ese
oleaje le transportó a su patria. Hostos pidió que lo enderezaran, “quiero ver
el mar”. Así entonces pudo despedirse
también de su más grande acompañante y permitir que le arrullara una última
vez.
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