Cada mañana que despierto –que no tengo que salir al trabajo
ni a llevar a los niños a la escuela– y olvidé cerrar la puerta con seguro (y ponerlo
sería una completa equivocación, una admisión que he despertado) hay un especie de rito que he desarrollado y trato infructuosamente de mejorar.
Primero, me quedo muy quieta; segundo, evito siquiera toser. Tercero, respiro
muy suave tratando de ser imperceptible. El padre duerme tranquilo, pero yo ya
siento la presencia de unos oídos atentos, la cercanía de unos cuerpos que se
acercan a la puerta. Escucho como se mueve perilla, de inmediato, recurro al
cuarto paso: me hago la muerta. Pero están allí, a los pies de la cama, mirándome;
¡los siento! La paciencia de ellos es admirable, me rindo y entreabro los ojos,
creyéndome que así podré percibir mejor las intenciones, pero caigo en la
trampa. Rápidamente trepan por mis pies y se arrastran con su actitud cocodrilo
y, como cangrejos que son, me pinchan con su peso. Intento acariciarlos hasta
el sueño, pero ellos juegan, se meten bajo las sábanas, dan besos, ríen,
preguntan si pueden usar todos los juegos electrónicos y comer todas las
golosinas que normalmente les diría que no –a ver si bajo esas condiciones de
urgencia logran un acierto. Yo miro al padre en actitud de auxilio, pero es
evidente: él se está haciendo el muerto.
vuelo, a veces lo siento y me lo creo y me veo a media sonrisa... volando
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